Zaragoza no es un pueblo, no es pequeña, ni está rodeada de vacío, como muchos creen. Está arropada por un montón de pueblos que también la hacen grande. Irte de allí no significa no quererla. Zaragoza, al igual que otras ciudades que nos han marcado, tiene una personalidad fuerte.
A veces me dicen que me fui porque no la quería, pero hay que conocer otros lugares. Siempre la he defendido como una gran desconocida. Igual que Málaga, con su luz, su alegría y esa forma de vivir que te atrapa, y que mucha gente no sabe todo lo que realmente es. No es solo turismo y buen clima; Zaragoza también tiene alma, y se merece ser contada desde el cariño. Porque no se trata de comparar, sino de abrazar cada rincón de España y sus distintas formas de ser hogar.
Zaragoza no es pequeña, ni aburrida, y desde luego, no es un pueblo. Es una ciudad de contrastes. Los aragoneses tienen fama de cabezotas… y tienen toda la razón. Pero también son nobles y valientes. Si le dices a alguien: “¿A que no hay co…?” —ya sabes—, lo hace sin pensarlo. Así son los maños.
Diría que el mal tiempo fue una especie de castigo divino, una forma de equilibrar su cocina, sus bares, sus calles… que, aunque haga un frío que corte, se disfrutan igual. Y, por supuesto, su imponente Plaza del Pilar.
Este post va dedicado a dos personas que me enseñaron a saborear Zaragoza: mi tía María Jesús y Carmen. Dos mujeres que, desde pequeña, me enseñaron que hay que vivir sin excusas. Carmen ya no está, pero cómo vivió… como quiso, luchando por los derechos y disfrutando de lo que había ganado. Porque no está reñido vivir bien con soñar con que todos lo hagan. Siempre la recordaré con su gin-tonic y su plato de ostras.
Su sitio era Casa Pedro. Su templo. Y si tienes ocasión, no lo dudes: no es el sitio más económico, pero cada bocado merece la pena. Aun así, lo que más echo de menos no es un plato concreto, sino el ritual: irse de vermut. Que no es solo la bebida, es el momento. Esas horas antes de comer, tapeando con una caña y unos encurtidos en Bodegas Almau.
Y si visitas Zaragoza, perderse por El Tubo es imprescindible. Porque allí, Zaragoza se come. Y cómo se come. En Casa Lac, el tomate se deshace en la boca, los cogollos de Tudela crujen como recién cortados. Pero también hay opciones para todos los bolsillos: una cerveza en Doña Casta con sus croquetas de escándalo; el clásico Bar El Champi, donde una tapa sencilla se vuelve inolvidable. Y mis favoritos personales: Bula Tapas y Méli del Tubo. Rincones donde todo sabe a volver.
No sé si aún sigue colgado, pero había un cartel muy acertado:
«Vendrás por el agua, volverás por la cerveza.»
Y es verdad. Siempre que veo en la carta una cerveza Ambar, la pido. Me sabe a casa. Me huele a fiestas de pueblo, a conversaciones eternas, a buenos momentos. Y como amante de la publicidad, no puedo evitar emocionarme con esas campañas que te ponen la piel de gallina.
Ambar es Aragón. Ambar es hogar.
Sí, en Málaga se vive feliz, relajado, disfrutando de ese clima amable donde no existen las medias (literal y figuradamente). Pero no va de competir entre ciudades, sino de reconocer lo especial que es cada una, con sus paisajes, sus sabores, su gente.
¡Vamos a comer, que cada bocado también cuenta su historia!