Después llegó Palomo, siempre tan suyo, tan libre. Esta vez con una colección inspirada en el cine de Sofia Coppola que nos abrió la puerta a un universo íntimo y delicado. Fue como asistir a un tránsito silencioso: de juventud a madurez, de fantasía a deseo. Nos removió por dentro. Nos encantó verle dar el salto hacia lo femenino, como si se atreviera a poner en palabras (y en tejidos) lo que tantas veces se queda en lo invisible.
Y luego, Adolfo Domínguez. Catorce años después, de nuevo en Madrid. Solo el nombre de su colección, Zenit, ya generaba expectación. Y cumplió. Serenidad, calma, un lenguaje cuyo silencio expresa mucho. Las imágenes desde la Galería de Cristal del Palacio de Cibeles transmitían esa elegancia atemporal, ese sello tan característico.
Mientras veíamos todo desde lejos, volvimos a nuestros propios recuerdos en Madrid. Estudiar allí, aprender de cerca, pasar por prácticas en moda que nos enseñaron el valor de escuchar al consumidor, pasear por calles e inundarnos de su esencia. Quizás por eso estos desfiles nos emocionaron tanto: porque sentimos que Madrid no solo fue escenario, también es raíz, memoria y ahora futuro de la moda.
Hoy lo gritamos sin miedo, incluso desde la distancia: Madrid lo tiene todo. Artesanía, creatividad, valentía y un latido que traspasa fronteras y pantallas. Y aunque no estuvimos físicamente allí, lo vivimos como si lo hubiéramos pisado. Porque la moda, cuando es auténtica, se siente así: intensa, inspiradora, compartida.
Porque lo que estamos viendo no es solo una temporada más: es el inicio de una nueva etapa en la que Madrid pisa fuerte y deja huella.
La pregunta es… ¿estamos preparados para ver hasta dónde puede llegar?